RUTH TOLEDANO 10/12/2010


Sale del portal con dos voluminosas bolsas, una colgando de cada mano. Parece que pesan bastante pero ella las lleva con esa ligereza con que las personas más fuertes manipulan las cosas grandes y aparatosas. Casi menuda, dice que las caminatas nocturnas la mantienen en forma. Lleva un pantalón de chándal, un forro polar azul y un par de zuecos de goma, de esos con agujeros por arriba que antes solo calzaba el personal sanitario o el de la limpieza y que de pronto empezamos a ver en los pies de los turistas yanquis y de las modelos más díscolas. Ella se los pone para no empaparse en los charcos, para poder meterse por el barro. Hace ya al menos dos horas que anocheció y no se ve ni un alma. Se diría que la única vida alrededor es la que se enmarca en las ventanas iluminadas por la luz anaranjada de las salas de estar y los fogonazos azules de los televisores. Pero hay una vida más pequeña, una existencia más modesta que impulsa a nuestra amiga cuesta abajo, cargada con sus bolsas, y hacia la que camina con el pelo algo desordenado y la sonrisa en su sitio.
No puedo decir su nombre. Tampoco puedo desvelar el lugar en el que nos encontramos. La sigo con una devoción similar a la que supongo se profesa a los santos, mientras ella me explica que hace siete paradas en su ruta. Todas las noches, cuando los demás se han ido de vacaciones o han salido a divertirse o remolonean en su sofá o se encuentran debilitados por la gripe. Todas las noches, haga frío o calor.

Hoy estamos de suerte: no nos empapa la lluvia ni nos azota el viento ni la helada nos corta la respiración. Es solo una simple noche de invierno, pero advierto que ella debe de estar hecha de un material más resistente, pues varias veces, al agacharse, el pantalón del chándal y el forro polar se separan un poco en su espalda y dejan al aire una franja de carne donde yo tengo la impresión de sentir el frío más que ella misma: como si la concentración en lo que hace le impidiera sentirlo, ni una sola vez acerca la mano al borde de la ropa para estirar, hacer ese gesto de taparse. Mientras distribuye la comida (una seca que suena -lo único que se oye en esta soledad- al caer sobre el recipiente de plástico que recupera de entre los matorrales y que coloca sobre unos cartones con los que sustituye los mojados, y otra, que sirve de una lata -una de ese montón de latas que le trae regularmente su cómplice, su amigo-) me digo que no hay material más resistente que el amor y que por eso ella no siente el frío.

Tampoco tiene miedo. Se lo pregunto porque suele hacer el recorrido sola y nuestra primera parada es en un parque, al borde de una carretera. La luz de unas pocas farolas ilumina apenas un lugar que de noche es de sombras: las de los árboles, las de un quiosco de bebidas, las de los fantasmas que me acechan. A ella no. Ella solo teme a los envenenadores y se le ha iluminado la cara cuando un enorme gato corre a lo lejos hacia donde estamos. Le ha avisado con un tono especial y unas palabras dulces, que él ha reconocido rápido. Le llama Coco. Le habla. Cree que queda poco para acabar con su periodo de socialización y que entonces podrá aplicarle el método CES, que la anima desde hace años a continuar con su esfuerzo: capturar-esterilizar-soltar, el único eficaz para controlar el crecimiento de la población de gatos callejeros y gestionar de la mejor manera sus colonias.

Ella realiza una tarea que debiera ser obligación de las instituciones locales. Lo hace sola y casi clandestina, con la mera connivencia de algunos vecinos que toleran su generosidad frente a la hostilidad, y hasta el acoso, de la mayoría. Frente a quienes persiguen y agreden a los gatos callejeros o asilvestrados. Pero sabe que son la educación, la sensibilización y la responsabilidad las vías para proteger a estos bellos, misteriosos y pacíficos compañeros. Actualmente alimenta a unos 50 y trata de ganarse la confianza de unos cuantos a los que esterilizar y devolver a su colonia si no encuentra adopción para ellos. Ha perdido la cuenta de los que ha salvado, devolviéndolos o no a la calle. Los desparasita regularmente. Se lleva a casa a los enfermos. Rescata camadas huérfanas que lloran por sobrevivir.

Después del parque vamos a un par de descampados. Luego, a una azotea mugrienta, inundada y sórdida, a la que se accede por unas escaleras metálicas y donde solo distingo aparatos de aire acondicionado. Allí la esperan otros seis, que me recuerdan el calor de las mantas y el cariño en que he dejado envueltos en casa a mis dos gatos, que también fueron callejeros. Siento angustia, tristeza y rabia. Ella les recoloca el refugio de poliuretano que su amigo ideó para ellos hace unos días. Ya solo queda un punto, en plena calle. Allí rescató a Héctor, al que puso el nombre del niño con el que jugaba. La silueta de su hermano se recorta al final de la acera. Solo entonces se enciende ella un cigarrillo de liar que saca de una cajita de metal. Y solo entonces me fijo en sus manos: algo toscas, con la piel seca y cortada. Son las manos de alguien cuya profesión sugiere manos finas y delicadas. Y cuando veo esas manos que algunos considerarían estropeadas, me dan ganas de besárselas.